XXVII

XXVII

9 de marzo de 2011

R.I.P

Hubo una vez una mujer que nunca creyó en el amor.
Contemplaba el atardecer sin alguien con quien compartir
y pensaba que en su soledad no había nada que temer.

Nadie sabía con certeza si habría muerto ya en aquel lago
aunque tampoco a nadie le importaba, pues Ophelia era la mujer más solitaria de todas. Pasaba sus días con la mirada perdida en las orillas aquel misterioso lago
y cuando los habitantes del pueblo la encontraron sumergida en él, a ninguno de ellos se le ocurrió entrar a por ella, pues en vida, seguiría siendo una persona infeliz, desdichada y condenada a vivir sola. Por lo que decidieron que tan sólo en la muerte podría encontrar su salvación.

Hubo un tiempo, ya hace muchos años, en los que Ophelia si parecía una mujer feliz y llena de vitalidad, incluso encontró el amor y llegó a formar una familia. Pero la partida a la guerra del que fue su marido, dicen, la dejó sumida en la tristeza, y tras la terrible epidemia de peste que se llevó a sus hijos, Ophelia se recluyó en su solitaria casa en lo alto de la colina, y tan sólo se la veía cuando bajaba silenciosa a las orillas del lago a las afueras del pueblo. No hablaba con nadie, paseaba por el camino como un espectro hasta llegar a una roca en la que siempre se sentaba para contemplar el agua, esperando, tal vez, la llegada de su marido en alguna embarcación, o la resurrección milagrosa de sus dos hijos, cosas que, desgraciadamente para ella, nunca ocurrieron, por lo que Ophelia, se rumoreó siempre, perdió la cabeza. Cuando todos los habitantes del pueblo se congregaron a las orillas del río viendo su cuerpo inerte, nadie dijo nada, el silencio se apoderó de todos.

Ophelia había partido. Ya nunca más estará triste. Ya era libre.

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